Ya sabía que perdería. Había
visto sus cartas, estudiado a sus contrincantes y estaba segura de que la
suerte no estaba de su lado; sin embargo, quiso jugar para calmar sus
tristezas.
Intentó salir un rato de su rutina,
aunque en los ojos de su último oponente percibió desde un principio que
perdería. Sabía, que aún poniendo su mejor cara de póquer, él podría leer en su
mirada y movimientos que ella no tenía confianza en su destreza.
Solo bastó un segundo. Bajó la
mirada para ver nuevamente lo que tenía entre las manos y, en ese momento, él
realizó su movida magistral. Eso la desconcertó por completo. Le hizo creer que
tenía oportunidad de ganar, que se llevaría el gran pote que tenía sobre la
mesa, pero solo era un engaño.
Al darse cuenta de la trampa ya
era demasiado tarde. Ya no podía escapar. Así fue como presenció cuando él
estiró sus brazos para llevarse consigo las tristezas y pocas alegrías que
conservaba y que había puesto sobre la mesa. En
ese instante ella entendió que sus miedos, que la alertaban y hacían temblar
bajo su piel, tenían fundamento real.
Reunió toda la dignidad que le
quedaba y decidió levantarse de la mesa poco a poco. Trató de irse con la
cabeza en alto, pero la vergüenza de sentirse desnuda frente a un desconocido
experto en este juego, la hizo voltear la cara.
De esta forma, vio por última
vez aquellos ojos que la engañaron durante toda la partida creyendo que tenía
un chance, mientras él ya había calculado todos los movimientos para llevarla a
su propia ruina.